Me apetece compartir con vosotros un artículo del periódico El País en conmemoración de un autor de Gales (Reino Unido) que celebra el centenario de su nacimiento. Es un autor del que, si tenéis un pequeño acercamiento a la literatura universal a lo largo de vuestras vidas, oiréis hablar. Pero es difícil que a través de nuestros contenidos curriculares pueda llegar a vosotros. Por eso os invito a conocerlo en este artículo que realiza una sencilla presentación del poetay autor de cuentos. Añadiremos un texto del poema extraído de la web ciudadseva. Atentos a su final.
Brember
[Cuento. Texto completo.]
[Cuento. Texto completo.]
Dylan Thomas
Las sombras descendieron suavemente por las escaleras hasta
llegar al vestíbulo. Vio el perfil oscurecido de la balaustrada reflejarse en el
espejo, el arco del candelabro que proyectaba la luz. Pero eso era todo. Las
sombras se alargaban más hacia la puerta. Luego se perdían en la oscuridad del
suelo y del techo. Rebuscó en los bolsillos por ver si encontraba un fósforo y
por fin encendió la candela que llevaba en la mano. Sujetando la llama diminuta
en alto, por encima de la cabeza, giró el picaporte y entró en la habitación.
Olía a polvo y a madera vieja. Le resultó curioso ser tan sensible a ese olor, y
cómo desató su imaginación. Las viejas damas bordando sus encajes a la luz de la
luna, sus dedos pálidos y flacos, veloces sobre los brocados, sus mejillas sin
edad, pero con el tinte de las mejillas de una niña. A eso le recordaba la
habitación desde los tiempos en que por primera vez entró en ella de puntillas y
contempló aterrado las ventanas que se abrían a la extensión de césped grisáceo,
a los árboles que se alzaban detrás. Si no, le recordaba a cuando, de niño, se
sentaba ante el clavicordio y tocaba las teclas polvorientas con tal levedad que
nadie alcanzaba a oír las notas emitidas, temeroso y sin embargo embelesado al
oír que la música ascendía tenue en el aire. Siempre era triste. Detectaba la
tristeza desolada bajo la fuga más liviana; a medida que sus manos pulsaban las
notas, las lágrimas le asomaban a los ojos, un gran anhelo de algo que había
conocido y había olvidado, algo que había amado y había perdido.
Eso fue unos cuantos años antes, y ahora se le impuso la
misma sensación de irrealidad y de anhelo cuando encendió las largas velas del
clavicordio con su candela y vio, al extenderse la luz, que las paredes se
cerraban a su alrededor y que las pesadas sillas le quitaban espacio. Las teclas
estaban tan polvorientas como siempre. Las frotó levemente con la manga y dejó
vagar los dedos unos instantes por encima del teclado. Qué frágiles eran
aquellos sonidos. Qué curiosas melodías formaban, qué tristes y, sin embargo,
qué perfectas. Por un instante pensó que había oído un ruido de pasos infantiles
al otro lado de la puerta, pasos que corrían por el pasillo, hacia las
tinieblas. Pero habían desaparecido. A la fuerza tuvo que suponer que nunca
llegaron a oírse. Oyó una nota sostenida de risas que enseguida desapareció.
Mientras tocaba, le pareció oír el ruido suave, el susurro más bien de una falda
de seda arrastrada por el suelo. Dio más volumen a su música y, cuando volvió a
suavizarla, no quedó nada.
Por más que se esforzase no pudo analizar las razones que lo
habían llevado hasta la casa. Lo aterraba, pero no era capaz de alejarse de
ella. Fuera, por el camino, había sentido el súbito deseo de desgarrar el velo
de los años y remontarse a todo lo que la vieja casa significaba, el atardecer,
las voces matizadas por los pasillos, el clavicordio, las escaleras que
interminablemente ascendían hacia las tinieblas, el millar de detalles de las
habitaciones, el miedo suave e insinuante que lo miraba desde los rincones, y
que nunca desaparecía. Había caminado por la avenida hasta la puerta principal.
La cabeza del león que representaba la aldaba le sonrió al llegar. La levantó y
golpeó la madera. No contestó nadie. Volvió a llamar otra vez, y otra, pero la
casa permaneció en silencio. Empujó la puerta con el hombro y se abrió. Recorrió
de puntillas los pasillos, miró las habitaciones, tocó los objetos que le eran
familiares. No había cambiado nada. Y fue entonces, cuando la noche salió por
las ventanas emplomadas, que cerró la puerta de la sala de música a sus
espaldas. Le colmó una gran sensación de alivio. El anhelo que siempre había
permanecido en lo más recóndito de su mente se cumplió de pronto, halló lo que
había perdido, recordó lo que tenía olvidado. Aquel era el final de su viaje.
Por un momento, las velas brillaron con mayor intensidad.
Pudo ver mejor toda la estancia. Se puso en pie, la atravesó y recogió un libro
polvoriento que estaba sobre la mesa. La casa solariega de Brember. Se lo
llevó a la luz. Todas las páginas le resultaban conocidas, allí estaba la
familia generación tras generación, hombres más dados al pensamiento que a la
acción, visionarios todos que vieron el mundo desde las nubes de sus propios
sueños. Fue pasando las páginas hasta llegar a la última: George Henry Brember,
el último del linaje, falleció…
Contempló su propio nombre y cerró el libro.
FIN
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"Brember", 1931
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