GANADORA DEL CONCURSO DE NARRATIVA
CATEGORÍA A
Me desperté de golpe al oír un ruido. Él
no estaba a mi lado y pensé en lo peor.
“¿No le he dado las pastillas?, ¿se me
habría olvidado dárselas?”
Esas dos preguntas rondaban mi cabeza una
y otra vez. Decidí levantarme aunque, si no se ha tomado las pastillas puede
ser muy agresivo, pero a mi no me hará daño, creo.
Salí al pasillo y me encontré su peluche
favorito. Lo llamaba Escudero. Nunca me ha explicado el porqué de este nombre,
pero creo que lo quiere más a él que a mi.
Bajé al salón y lo vi allí, acurrucado,
envuelto en una manta roja que huele a mi perfume. Cuando no estoy en casa y él
se queda solo con su padre, coge la manta y la abraza.
Me tranquilizó verle así, saber que está
bien, que no ha cometido ninguna locura de las suyas.
Cuando está dormido es cuando más
precioso me parece. Tiene un pelo rubio platino, unas pestañas largas y una
sonrisa de oreja a oreja. Es una de las muchas cosas que admiro de él; a pesar
de todo por lo que ha pasado, sonríe siempre, a veces puede llegar a dar hasta
miedo.
Decidí despertarle y llevarle a la cama:
“puede que aquí coja frío”, pensé.
Me senté a su lado, le acaricié la cara.
Él abrió los ojos, sacudiéndose la pereza de sus miembros, se puso de pie y llamó a Escudero.
–¡Escudero,
Escudero! ¿Dónde está Escudero, mamá?– me preguntó gritando.
–Tranquilo, cariño,
está aquí; se te debió caer en el pasillo cuando saliste de la –le dije intentando calmarle.
Se le veía muy asustado, aturdido por el
pensamiento de haber perdido su peluche favorito. Cambié de tema
automáticamente para que se le quitara esa cara de susto que todavía
visualizaba en su rostro.
–¿Quieres una
taza de Cola Cao? – le pregunté.
–Sí, mamá, por
favor – me respondió.
Lo cogí en brazos y lo llevé a la cocina.
Mientras le preparaba la taza, decidí preguntarle por qué se había ido.
–Hugo, ¿por qué
te fuiste en mitad de la noche?
– Mamá, lo hice
para protegerte; la voz de mi cabeza me decía que, si no me iba, te acabaría haciendo daño y eso es lo último
que quiero en esta vida – me respondió.
Me quedé inmóvil, no podía hablar; esto
ya es el límite. La esquizofrenia de este niño va a peor, no puedo frenarlo;
mañana mismo le diré a su padre
que tenemos que volver a ir al psiquiatra; esto no puede seguir así.
Después de unos minutos, tal vez una hora
(se me fue la noción del tiempo), rompí el silencio que habitaba en la cocina.
–Vete ahora
mismo a dormir, mañana tenemos cosas que hacer –le dije. Él
asintió y sin rechistar se fue.
Esa noche dormir fue misión imposible
para mi. No podía dejar de pensar
en lo que me había dicho. ¿Hacer daño a
su madre? Sé que él no es capaz. A veces parece que hace cosas para
llamar mi atención porque sabe que
dentro de poco tendré a mi segundo hijo y no centraré toda mi atención en él.
************
A la mañana siguiente me desperté muy
temprano, eran las seis treinta de
la mañana o así. Los amaneceres en
medio de Los Ángeles son preciosos.
Al cabo de las dos horas llamé a Hugo, le preparé el desayuno y la ropa; lo duché y lo
vestí. Yo ya estaba preparada, cogí las llaves del coche y lo llevé al colegio.
De vuelta a casa empecé a sentir dolores
muy fuertes en la barriga; cada vez iban a más y decidí ir al médico.
–Esta señora
está de parto! –gritaban en el hospital.
Solo me dio tiempo a llamar; me dijo él se encargaría de todo.
A las cuatro horas y media desperté; al
lado estaban mi marido y mi hijo, Hugo, ambos agarrándome la mano derecha.
–Hola –dije.
–Hola, mi amor –contestó mi marido y acto seguido me besó.
Después miré a Hugo. Me miraba con ojos
enfadados a la vez que entusiasmados; era difícil saber lo que sentía.
–Hola, mamá –dijo sin mostrar expresión ninguna.
Dos días después me dieron el alta y pude
ir a casa con mi segundo hijo en brazos.
Era precioso: ojos grandes, verdes, con unas pestañas muy largas,
cabello castaño y una nariz chata.
Mi marido se tuvo que ir a trabajar. Era
su último día, ya que iba a tomarse unas vacaciones para poder estar con mi
hijo y conmigo.
Dejé al bebé ¾al que pusimos
el nombre de Iván¾ durmiendo en su nueva
cuna hecha por el manitas de su padre, arropado con una colcha con su nombre
bordado, que hice yo. Hugo, mientras tanto, estaba jugando con su inseparable
amigo inanimado, Escudero.
Decidí leer un rato y poder descansar tumbada
en el gran sofá del salón que era casi más cómodo que mi cama. Me sobresalté al
escuchar un fuerte ruido en la habitación de Iván. “¿Me he quedado dormida?”,
me pregunté. A veces que hago preguntas absurdas.
Salté del sofá tirando al suelo el libro
que me estaba leyendo. Fui corriendo a la habitación, el bebé no estaba. Me
recorrí todas las habitaciones de la casa hasta llegar a la buhardilla. Allí me
encontré el peor escenario que una madre se puede encontrar: mi hijo Hugo
tirado en el suelo desangrado y mi hijo Iván al lado. Creí que era una
pesadilla, pero de esa no podía despertar, pues era la realidad. Llamé a la
ambulancia, se lo llevaron al hospital, estuvo tres años en coma; lo daban por
perdido.
Cuando un día estaba sentado a su lado
leyéndole uno de sus cuentos favoritos, de repente escuché su voz. No me lo
podía creer: mi hijo, mi hijo ha vuelto.
–Mamá, ¡qué ha
pasado? –me preguntó adormilado– ¿Dónde está Escudero?
–Hugo, ¿por qué
hiciste esto? –le pregunté llorando
como si fuera una cría.
–¿Qué he hecho,
mamá?
–¿Por qué
intentaste suicidarte, Hugo? ¿por qué?
–Mamá, las
voces de mi cabeza me decían que matase
a Iván. Me insistían una y otra vez. No pensaba matar a mi hermano y
cerca de él era un peligro; no quería hacerle daño–me dice bañado
en lágrimas.
–Oh, no, las
voces otra vez.
************
Un mes después Higo salió del hospital.
Los psicólogos y psiquiatras decidieron internarlo en un manicomio durante
bastante tiempo. Su esquizofrenia empeoró y no era seguro para las
personas que lo rodeaban.
El nueve de abril de mil novecientos
noventa y dos fue la última vez que vi a mi hijo.
Elena Chaves
Zamora, 3º ESO – A
GANADORA DEL CONCURSO DE POESÍA
CATEGORÍA A
El Este sol de la infancia
que deslumbra
por la ventana
cualquier mañana
de abril.
Era su dulce
voz la que me dormía,
sus delicadas
manos las que me despertaban
y su tarareo
de por las noches era el que me acompañaba.
Fiel amiga y
compañera,
madre de
enseñanza
capaz de
perdonar hasta la más antigua venganza.
Tú, mamá, que
cambiaste tu figura por una barriga,
que cambiaste
un delineador
de ojos por
ojeras,
que
decidiste cambiar constantes
fiestas por
trasnoches de llantos.
Tú, que diste amor sin
nada a cambio.
Te quiero.
Beatriz
Iglesias Orellana, 2º ESO – B
GANADORA DEL CONCURSO DE POESÍA
CATEGORÍA B
Ráfagas de
cambio
La polución de la urbe se exhibe
formando un cúmulo de densos gases
que no permiten brillar a las estrellas
y que ocultan a la luna bajo su manto.
El sol, con timidez, se asoma ante las
nubes
al amanecer.
Los pájaros, con los rimeros rayos del
alba,
pían, divertidos, preciosas melodías.
El invierno ha llegado,
haciendo de las suyas en la ciudad.
Las ramas de los árboles están desnudas,
se encuentran escuálidas.
El verde de la hierba de los parques
se ha oscurecido.
Los niños miran al cielo,
con sus caritas tristes,
esperando que la luz del sol
se proclame reina del día.
Sin embargo, este, sol de la infancia,
no se deja ver.
Hay un ambiente denso y pesado
que
no permite respirar con facilidad.
Dos adolescentes se roban besos,
a escondidas, detrás de un robusto árbol.
Una chica se protege en el regazo de su
padre
que le dedica una mirada llena de
ternura,
pero perdido en sus pensamientos.
Quizá pensando en los días en que
cambiará
sus abrazos por los de otra persona,
con suerte, con la que comparta
el resto de su vida.
El invierno vuelve al poeta místico,
parte del medio que le rodea.
Hace pasar más tiempo conociéndose a uno
mismo.
Es época de desamores y añoranzas,
de cafés y recitales de poesía;
de enamorarse.
Y es que el viento del invierno
trae ráfagas de cambio.
Carmen Sánchez
García, 4º – A
GANADORA DEL CONCURSO DE NARRATIVA
CATEGORÍA B
Érase una vez un mundo nuevo, bueno, mejor dicho,
desconocido. En él habitaba una civilización no muy común en este nuestro
mundo. En ella no había maldad alguna, nunca se vio cometer algún acto impuro a
nadie jamás. Nadie robó porque todo era de todos, nadie mató porque todos
amaban a todos… y así nadie oyó hablar de ética, ni de política, ni de
justicia. No era necesario. Todo
eso de la maldad lo aprendían de… esperen, no recuerdo bien el nombre… ¡Ah, sí!
¡Los humanos!
Las lenguas viejas hablaban de ellos
vagamente. Muchos dudaban de su existencia, muchos menos Sophie, cuya historia
se me antoja apropiada para contar ahora.
Y bien, esta chica tenía tan solo once años. Era una ávida lectora,
observadora, y pensadora casi profesional. A ella le apasionaba ese tema de
los… Humanos… A ella y a su abuelo, que le gustaba llamar “escudero”, en honor
a una de las más famosas novelas humanas, Don
Quijote de la Mancha, pero eso, eso es otra historia.
Esta mañana, cuando, sacudiéndose la
pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó a su escudero, pensó más que
nunca en esa civilización que
tanto le apasionaba, puesto que la noche anterior soñó con formar parte de
ella.
–Escudero,
escudero! –gritó con angustia. Aun
sentía el pecho oprimido y las lágrimas resbalaban por sus osadas mejillas.
–¿Qué es lo que
te aflige, querida Sophie?–dijo en cálido tono tratando de consolar a su
nieta.
–Lo he sentido,
abuelo, ¿lo he sentido!
–Sophie,
querida, no entiendo nada, ¿qué es lo que más has sentido?
–La maldad,
abuelo, he sentido el mal
–¡Pero eso es
imposible! Pobre, has debido de pasar mala noche. Te he dicho mil veces que no
pienses más en eso.
Su abuelo, Jean-Paul, le miró
desesperado, aunque compasivo. No podía pedirle que dejara de hacer aquello de
lo que casi dependía su vida. Muchos decían de él que estaba loco, pero nadie
nunc arremetió contra él, puesto que todos le querían. Jena-Paul había
estudiado a los humanos durante décadas, y llevaba otras tantas dando lecciones
en la plaza. Era, como los Humanos decían, un maestro.
–¿Por qué,
abuelo? ¿Por qué han tenido que
vivir tantos años de esa manera?
–Es
inexplicable, Sophie, después de
todos nuestros esfuerzos por mandarles señales, ellos seguían negando nuestra existencia,
llamándonos fantasmas y tachándonos de “fenómenos paranormales”. Era imposible
que se dieran cuenta, vivían en una total
y absoluta oscuridad, encerrados en su burbuja, matándose unos a otros
mientras que destruían su propio planeta.
Vivían para trabajar y hacer dinero, el cual no les servía de mucho una vez
muertos… Una pena, ¿no crees?
–Pero, ¿es que
acaso nosotros somos mejores que ellos?
–Claro que no,
Sophie. Siempre habrá alguien mejor que nosotros, alguien en algún lugar en la
magnitud del Universo, y ¿por qué no?, alguien mejor que ellos, y ¿por qué no
así de manera infinita? Pero, a mi pobre entender, todos tenemos algo en común.
– Pero, ¿qué?
– ¡Los lazos!
Todos tenemos un lazo en los ojos que nos impiden ver más allá, y todos estamos
enlazados unos con otros por sentimientos. Enlazados entre nosotros y con
nuestro entorno.
– Y ¿cuál es el
sentido de vivir, pues?
– No lo sé, lo
ignoro. Creo firmemente que todos lo ignoramos. Lo único que sé es que lo mejor
es tratar de ser feliz, vivir y dejar vivir, tratar de ser libres…
– ¿Cómo?
– Mira por la
ventana, ¿lo ves, Sophie? Es el mundo. Está aquí, siempre lo estará. El cielo
es azul, el viento mece las hojas, los pájaros cantan. Es el movimiento de la
vida. ¿No es increíble su belleza? Busca siempre esos momentos, esos instantes
cuando dudes del sentido de tu vida. Puede que te ayude. A mi siempre me ha funcionado. No podemos sabe mucho más…
–El lazo…
– Exacto.
Yolanda Gil
Guisado, 1º Bachillerato – A
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